He acabado «Electra» de Sófocles. El final es muy acelerado, con unos diálogos muy afilados entre Orestes y Egisto. La obra termina un tanto bruscamente, o con una elegancia que ha desaparecido: justo antes de la acción anunciada desde el principio.
Comprendo quizás mejos por qué Sartre hizo comenzar «Les Mouches» justo después de dicha acción. Era una forma de ver en espejo el drama y revisitar la relación entre Electra y Orestes. Pasando de los cuerpos por enterrar a la pestilencia de los cadáveres.
He roto el ritmo con una lectura excitada del principio de «Poeta en Nueva York» de F. García Lorca. Es el poemario de Lorca que más me gusta, y es el que tendría que haber regalado (- ¡y en inglés!-) en Ginebra a Mahmud Darwish, cuando le entregué solemnemente un pequeño ejemplar del «Romancero gitano». Esa tarde tuve una desagradable discusión después con N., probablemente porque la emoción me puso insoportable. Cuando leo en voz alta «Poeta en Nueva York» escucho aún la voz de Pedro gritando en el hoy arrasado patio de la cafetería de Filología de la Facultad de Sevilla, la TAZ de los poetas transformada en despachitos de profesores:
«¡Con una cuchara!»
(Foto del patio mencionado desde abajo, de Manuel Moreno (1950) disponible a partir de la web de la US )
Olores a hierbas y pechos dormidos. Fluir de una fuente allá en lo hondo. Botellas que se encuentran en las bocas. Papeles que se desleen, se deslían y se vuelven a encontrar. Risas. Silencio. Una campana ahogada en el pecho.
Eso era el Patio. Y más.
Es que esto no salía en la foto.
Bea.
Ya, Bea.
El patio era la posibilidad de compartir lo que leíamos o recibíamos por separado. No sfalto la teoría para formular una crítica de la separación y defender con virulencia lo que estaba siendo atacado: la vivencia colectiva sin mediaciones de nuestras experiencias poéticas.
No era poca cosa.
Por dió.