La furia no le hacía resoplar fuego ni matar dragones. Su ira se concentró en el boli que manejaba con nerviosismo incontenido. Fue en el cuarto bloque del debate. La cámara no registró exactamente el momento, pero claramente Rajoy había roto la parte superior de su juguete, esa parte de plástico que permite guardar como una pinza el bolígrafo en el bolsillo de una camisa, por ejemplo. No era una espada de hierro forjada por un herrero mago escondido en la cueva de una montaña, era sólo un bolígrafo inútil, tan inúltil y descompuesto como su desagradecido propietario, que percibía la realidad escapársele. No en vano, cuando Zapatero dijo que quería la verdad, tuvo Rajoy el lapsus o la empanada mental de anunciar gimiendo que él quería «la verdad de ETA».
Tontamente, Rajoy optó por quedarse con la parte rota, y no con el bolígrafo mutilado. Así, siguió hablando con una varita de plástico, cutre, de pacotilla, un comodín que no era sino el ersatz de una flauta, o la sombra transparente de un bastón de mando diminuto. Nadie conocerá tu nombre, mal alumno, peor caballero y pésimo político. Tu destino es el destino de los perdedores: el olvido, la burla y la ironía. Sólo los fabricantes de bolígrafos sabrán si el que Rajoy tenía entre manos era especialmente blandengue, o si su impotencia descargada en el gadget de sus manos vacías era en la realidad empírica el fruto de su sensibilidad frustrada. Hasta nunca, perdedor. Hasta nunca, Mariano Rajoy. So long, Mary Ano.