Érase una vez un estudiante alemán, que quería aprender filosofía. Como era alemán no tenía excusa para no empezar con buen pie, así que decidió comenzar estudiando a Kant. No había acabado de leer la Crítica de la Razón Práctica, cuando un amigo, también estudiante como él en Berlin, le aconsejó que saltara a Hegel.
Parecía que con Hegel el estudiante aprovechaba mejor lo que había leído con Kant que si hubiera seguido leyendo a Kant. Así que se metió de lleno en la Fenomenología, y se puso a meditar, en largos paseos por la Kufüsterdam, sobre la dialéctica en la historia, y la necesidad del porvenir. Parecía, de verdad, que no solo dominaba ya dos grandes filósofos, uno de los cuales servía para animar excelentes conversaciones con su amigo, Hegel, y otro, Kant, sino que además éste le servía para actuar según el imperativo categórico en las decisiones que tenía que tomar: quedarse en Berlín, casarse con una cantante bellísima que admiraba por las noches, escribir un libro de síntesis sobre Kant y Hegel.
Sin embargo, la propia necesidad de plantear en términos diálecticos la diferencia en el pensamiento de Hegel entre los conceptos de verdad y razón, y ver cómo evolucionan desde lo que postulaba a Kant, obligó a nuestro joven estudiante a retomar la cuestión desde el principio, de forma tal, que al cabo de un año, estaba de nuevo leyendo a Kant, desde el principio, tomando mejores notas.
Hora de volver a reinventarse.
Uno nunca es el mismo dos veces, en cada libro que se lee, en cada día que se vive o en cada amor que se quiere. La revisión (ese pseudodogma Cartesiano que se reza a modo de coda) implica una nueva valoración. Heisenberg y su principio de incertidumbre nos muestra que nunca dos orígenes tienen algo en común.
Algunos intentaban escapar de la espiral mediante el olvido sistemático, buscando la inocencia más trágica; otros buscaban el «summum» cognitivo como la dosis fabulosa de la nueva metadona.
Espirales, moralejas y moralinas, yo siempre pensé que Kant intentó unir todos los intentos filosóficos hasta él sin negar a ninguno. Algo así como «el fabuloso filósofo – puente» (acarreando los problemas típicos de la esquematización, algo así como el Joyce de la filosofía. Después preferí a Wittgenstein. Ahora, entre recovecos de Acusativos y Dativos, comprendo el afán alemán por aclarar la concepción de la realidad: Es un matiz morfosintáctico inherente a esta lengua, inexacta y arbitraria.
Ahora prefiero a Brecht.
En fin, tienes razón. Olvidémoslo todo para hacerlo bien esta vez.
Búfalo…
Vaya, mira qué inventón. ¿Qué, a machacar con el Tractatus? ¿a meterme a Brecht como una viga en el ojo, como si no estuvieramos ya en el gran teatro del mundo?
Venga, te absuelvo, pero porque me ha hecho gracia, que si no, me pillo un cabreo.
(Un abrazo X 3: Yo, tú y lo tuyo).
(ehem) principalmente me refería a dos puntos principales: Las relecturas (multiformes y ligeramente diferentes) de lo que ya conocemos (amén de El Principito o Don Quijote) y la la complejidad quasi-anquilosada de la morfosintaxis alemana (imposibilidad que mató a Witgenstein).
Otro palo (en sentido flamenco entiéndase) es el de Brech. Redescubierto a la par que esta lengua: árida, multiforme y siempre sorprendente.
De cualquier manera, hubiera sido un detalle, que te hubieras enfadado.
También me jode que tenga que dejar claros tantos puntos a la hora de opinar (no de imponer una opinión, ni mucho menos «machacar»). Lo importante era «tienes razón. Olvidémoslo todo para hacerlo bien esta vez.» Pero bueno, a estas alturas es como explicar un chiste.
Disculpa la molestia. No quería interrumpir el delirio. Agur.
PS: No diré que hay que canonizar a Brecht como el filósofo de lo Moderno, para que no me atildes de bandarra.
Búfalo…
No, no , si la coolpa es mine. You know, die Wahrheit des Dichthers, und so weiter. A mi piaceme molto que estudiemos juntos las trilogías obreras de Brecht, el no-ceder de lo indecible de Wittgestein, la relectura desde Lévi-Strauss hasta Breton, y vuelta a empezar, y hasta las connotaciones epistemológicas de los casos del determinante indicativo teutón.
Yo lo único que decía, es que no hay más listo que Dios.
Agur, agur.