[…] porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos más honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas veces [31]; que puesto que han fundado más mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en ellos [32], que los aventaja a todos.
Segunda parte del ingenioso caballero
don Quijote de la Mancha
Capítulo XXIIII
El queerote es el extranjero en el mundo de los hombres. De ese modo representa su exclusión del mundo excluyendo al mundo de su representación, para en lo sucesivo encerrarlo en un código ya de por sí cerrado, el de los vectores espectaculares y caballerescos de la guerra y la cultura. De ahí su respeto por las letras, pero su decantamiento manifiesto por las armas, rompiendo subversivamente con el aburguesamiento incipiente de la clase hegemónica, la nobleza terrateniente. La violencia de las armas es hermosa, nos dice, en su servidumbre a algo superior, en una escenificación que deslegitima el ansia individualista del comerciante que aspira a medrar, y que su fortuna pecunaria crezca por ende tanto como su deshumanización a corto plazo. El héroe hiperqueer se apunta a la fuerza, en contra de la fuerza de los apuntes. Prescinde de la civilización si es necesario, contra la necesidad de prescindir. El queertés desea las armas no tanto por su capacidad de matar como por lo que implican de muerte de las capacidades utilizadas para el deseo de poder. Cerrando la discusión que separa la esquizofrenia del resistente, alabando la sumisión real/teatral al rey/teatro, el quejote finaliza el reino de lo real y realiza el fin del reino.