La carta se salía del guión con un saludo cabalmente eswinguistencialista, típico de los mocosos pandilleros adscritos al movimiento por un parchís libre de escritores que lo teoricen. Abú Faruq demostraba en las expresiones de consentimiento que aun podía reconstruir flotadores de hamburguesas copiando las tirachinas y emulando a David Copperfield. Me gustaban sus cantatas de do de pecho en las que lo importante eran los hajazzgos y no los queejis del Gran Penitente.
Las palabras se entroncaban ganando fuerza con los desprecios de los enemigos, que siempre se cocían en su rencor de acero sexidado.