Si eres musulmán, profesor, familiarizado con la filosofía y el pensamiento clásico y reformista islámico, crítico con la administración de Bush y además hablas muy bien francés, inglés y árabe, tienes un problema. Es, a grandes rasgos, lo que sucede con Tariq Ramadan. Es cierto que yo mismo he criticado la ambigüedad de sus reflexiones sobre la homosexualidad, y que apoyé las inteligentes críticas de Abdennur Prado a la llamada a una moratoria de la lapidación, los castigos físicos y la pena de muerte. Pero no sería fiel a mi propio recorrido si no rompo ya de una vez mi lanza por lo que representa y defiende Tariq Ramadan.
Desde que su activismo social lo propulsó como uno de los personajes musulmanes europeos más populares y valorados por las clases medias musulmanas europeas, Tariq Ramadan ha sido el objetivo de múltiples biografías difamatorias, ataques sistemáticos desde las cabeceras de los peródicos y declaraciones de intelectuales, políticos y profesores. Se le ha acusado de todo: de defender una agenda oculta integrista, de doble discurso, de agente de radicalización de los jóvenes musulmanes en Francia y Gran Bretaña, hasta el punto de que durante mucho tiempo se le prohibió dar conferencias en Francia, siguiendo el ejemplo de dictaduras tan exquisitas como Túnez, Egipto y Arabia Saudí, que también lo tienen en sus listas negras.
Lo significativo, en realidad, es que a la hora de la verdad, la batería de ataques por la espalda se diluye en cuanto uno de sus detractores se atreve a enfrentarse en un debate dialéctico, cara a cara, con él. Sucedió con Hanif Kureishi, y sobre todo con Abdelwahhab Meddeb. Este último cruce merece una atención especial, desde mi punto de vista, en la medida en que hasta que lo vi volcar sandeces en el programa Ce soir ou jamais ante Tariq Ramadan, consideraba al profesor Meddeb como uno de los intelectuales más brillantes, cultos y exigentes. No me molestó en absoluto que se declarara fuera del Islam, en la medida en que si yo cambié de una identidad atea heredada a una identidad musulmana, no puedo sino apreciar lo que supone de valentía saber dejar detrás lo que uno ya no siente, para atreverse a ser lo que uno quiere ser. Pero en el debate, cuya visión no puedo sino recomendar fervorosamente, aunque esté en francés y no todos los lectores de este blog dominen la lengua de Molière, Meddeb se hunde, en su afán por atacar personalmente a Tariq Ramadan, en la miseria intelectual más lamentable.
Por de pronto, es escandaloso que se use como arma arrojadiza lo escrito y hecho en los años 30 por el abuelo de Tariq Ramadan para atacarle a él. Nadie tiene por qué responder más que de sus actos, ni siquiera de los de su padre o hermano. Sobre todo, no se le puede exigir a uno que repudie lo que hizo su abuelo en un contexto tan radicalmente diferente como el de la colonización británica en Egipto. Eso por las formas. Además, Meddeb planteó una exigencia (bien definida en su réplica por Ramadan como «dogmática») para ser moderno, a saber, ser infiel. «No se puede ser moderno sin ser infiel al pasado», machacó reiteramdamente Meddeb, dando a entender que solo aceptaría la identidad de su interlocutor si este renuncia previamente a ella, chantaje un tanto estúpido que Ramadan tuvo razón rechazándolo categóricamente. Pero lo peor fue cuando, excitado por sus ganas de provocar a Ramadan, Meddeb se permitió el lujo de hacer todo tipo de soflamas agresivas y extremadamente bobas: desde la reivindicación de la dictadura en Túnez por su carácter laico, la exaltación del golpismo militar pseudokemalista en Turquía, el vasallaje declarado a la agenda neoconservadora contra Iraq y Afganistán, hasta la inútilmente provocativa definición de las muertes de civiles en Afganistán como víctimas colaterales de una guerra justa y justificada. Fue, en cierto modo, un ejercicio estéril de provocación, en la medida en que en otras ocasiones sí había sabido defender una independencia intelectual del sionismo bélico en sus críticas al islam, que cristaliza en su definición de la «enfermedad de islam».
Tariq Ramadan, muy en su sitio, no pudo sino lamentarse de la regresión progresiva de su interlocutor. En el momento de despedirse, tuvo el detalle de precisar su decepción y desolación por la defensa de la dictadura de Túnez, con razón, no solo porque Meddeb es de origen tunecino, sino porque la represión de jóvenes demócratas culpables de animar foros de Internet es especialmente cruel y aberrante. En efecto, la provocación parecía una broma de pésimo gusto que desvirtuaba cualquier juego de las exageraciones aceptables entre intelectuales que se dejan el pellejo en el plató de la tele. Tariq Ramadan sintió cómo se había ido demasiado lejos, y quizás en su fuero interno lamentó haber accedido a debatir con alguien dispuesto a todo, absolutamente a todo, para romper el diálogo.
En España tenemos un caso muy propio de intelectual obsesionado con Tariq Ramadan. Se trata ni más ni menos de Antonio Elorza, catedrático de Ciencias Políticas de la universidad Complutense, riguroso y brillante analista de la izquierda en España, de la transición y de los movimientos políticos del siglo XX, que desde el 11-S se ha propuesto analizar también el fenómeno internacional del Islam político y el islamismo terrorista. Tras un debate cercenado en las páginas de El País con la profesora Gema Martín Muñoz, que en un momento dado renunció a seguir argumentando e ignoró las menciones de su nombre, negándose a responderle, Antonio Elorza fue cogiendo gusto al tema, llegando hasta a publicar varios, libros (si no me equivoco va por el tercero), y publicando regularmente columnas en El País, en las que se repite como leit-motiv el nombre de Tariq Ramadan, a menudo al final de sus reflexiones, como demonio vestido de cordero que él mismo se propone desvelar. Por un lado, me hace gracia, y creo que el propio Tariq Ramadan en cierto modo también se beneficia de este énfasis sobre su persona. Pero por otro lado, es de lamentar que el racismo inconfesado haga que se comente su pensamiento con una falta de rigor impensable si se tratara de los muy alemanes Peter Sloterdjik o Jürgen Habermas.
Para acabar, me encantaría, si la agenda no está cerrada ya, que Abdennur Prado tomara la iniciativa de invitar a Tariq Ramandan en el próximo congreso de feminismo islámico, previsto para el próximo otoño, aún corriendo el riesgo de que dicha invitación cree polémica, empañe la buena aceptación institucional de los congresos de feminismo islámico precedentes, o incluso que le resulte imposible por problemas de agenda de Tariq Ramadan para poder asistir. Su asistencia, en el caso de producirse, daría un impulso a la discusión mucho más mediatizada del feminsimo islámico en Francia y Gran Bretaña, y facilitaría la percepción del feminismo islámico como una faceta más del reformismo islámico, compatible con el asociacionismo islámico de las clases medias musulmanas europeas y fundamental para el islam del siglo XXI, y allanaría el camino para su divulgación también en el mundo árabe, donde pese a todo, Tariq Ramadan goza de una capacidad de escucha envidiable.
In shâ’ Al·lâh, quienes lean este post sepan hacerlo llegar a las personas interesadas.