“Contempla en aquellos paisajes
tanta dulzura
que su vista se extasía
y absorto queda su entender”
Verso de la Alhambra,
traducción de Emilio de Santiago Simón.
Habiendo hecho referencia en un artículo anterior a la riqueza de la realidad musulmana en Europa, donde se plasma poco a poco un espíritu de colaboración fructífera entre muy variadas sabidurías, tal y como sucede en cualquier encuentro, bismillah vamos a aproximarnos a dicho espacio, en la lenta construcción desde sus bases andalusíes y mediante la exploración de las vías sufíes de exaltación cotidiana de la existencia, tal y como el islam nos permite e invita constantemente. Para ello, abordemos -in shá Al-lâh- la dinámica excelente que crea la práctica del dzikr a partir de la shaháda, la aceptación de la unidad y unicidad de Allah –lä iläha illä Alläh– y la proclamación de Muhammad como Profeta Rasúl-ullah – Muhammad rasül Alläh-. Sin duda, la shaháda revela el principio fundamental de conocimiento espiritual.
Así pues, partamos de este primer punto. La shaháda, momento de lucidez y de verdad, es, por su carácter completo, muy parecida al aturdimiento amoroso, tal y como cuando Al-lâh el Altísimo dice: “Su amor por él la ha transtornado” (Yüsuf, aleya 30: qad shagafahä hubban), pues no cabe continuar a pensar justo en el momento en que se concibe dicha verdad. Estamos, con la shaháda, en un momento vital álgido y rotundo. No cabe comparación con una oscura calificación realista, sino sólo con una pasión transcendental. No en vano la shaháda cierra el ciclo de la rak‘a en cada uno de los salat prestados.
Astagfirullah podemos sin embargo intentar describirla, podemos aventurarnos en el sentimiento. Podemos, si el atrevimiento es esfuerzo, apropiarnos el discurso del poeta sirio Nizar Qabbani, rahama-hu Allah, cuando dice, en un contexto de gazal:
“Despues de treinta años
He visto en tus ojos la prueba de mi Señor
Hice shaháda de la luz del entendimiento
Hice shaháda de los Sahába y de los Profetas
Hice shaháda de un trueno
Hice shaháda de un fuego
Hice shaháda, con la vista . . .
del olor a jazmín
Hice shaháda. Hice shaháda
Hasta abandonar el debate.”
Con calma, asumimos en lo más profundo del alma la shaháda, y, como el poeta, abandonamos el debate. Al-hamdu lillah este olvido de las pruebas, de los milagros, de los argumentos, da paso, abre las grandes puertas del alma a la fertilidad del culto. Como cuando en el adzán los musulmanes acuden al faláh, la cotidianidad es otro campo de arado: la práctica del dzikr interpela nuestra condición de creaturas, nuestro reconocimiento, nuestra capacidad de amor en la desmesura de amor del nombre pronunciado. Oh, Al-lâh, eres tú el ‘Azîz, el Amado. Tuyos son los nombres más bellos.
El dzikr nos ata al hilo de pureza espiritual tendido por ‘Ali tras la muerte de Muhammad, el Bienamado, y que el islam vivo de las tariqas extiende sin cesar, ya sea en África o en Europa o en cualquier otro punto del planeta. Las grandes urbes como Fez, El Cairo o Damasco concentran tantas tariqas que realmente era inevitable que tarde o temprano se propagaran también en estas tierras de lluvia y de otoños nevados. Hamdu-llah en Sevilla he sido engarzado, con mis hermanos sidi Abderramán, sidi Muhammad, y todos los demás, Abdessalam, Amina, Ahmad, que no he olvidado .
En la shaháda, el tiempo “se nos detiene”, olvidamos nuestra existencia en un momento que nos subyuga. En cambio, el dzikr quema en la mente y en el corazón el recuerdo de Al-lâh, nuestra existencia se activa en la excitación de la dirección unívoca. Es el progreso del “aquí y ahora” del “yo” de cada uno de nosotros y nosotras. Amor “de” y en abandono, amor de recuerdo . . . en verdad las mejores virtudes, más allá de esta dinámica, así la resistencia, la moderación y la paciencia, atenuan la aceleración sensitiva para hacer propia una costumbre del dzikr compatible con la vida normal, el día a día, porque la recompensa es ciertamente el Jardín de la Eternidad en el otro mundo. Que el Señor Misericordioso nos guíe en su senda.